En la esquina de 6 de Diciembre y Tarqui, epicentro de la violencia, el olor acre de los incendios y el remanente de gas lacrimógeno en el aire todavía provocan picazón en la nariz y ardor en la garganta, cuatro días después de los disturbios. Ahí, a la sombra del incendiado edificio de la Contraloría General del Estado y frente al parque de El Arbolito, el presidente Lenín Moreno cumplió ayer uno de aquellos actos simbólicos que el poder se reserva para enviar el mensaje de que todo está bajo control: recorrió la zona, constató los daños en los locales comerciales que fueron asaltados por los vándalos, prestó oídos a sus propietarios y les entregó ayudas por hasta 20 mil dólares en cheques de Banecuador. Entre una cosa y la otra, deslizó dos o tres declaraciones políticas para tener en cuenta.
Medio centenar de soldados vestidos de camuflaje conformaron un amplio cinturón de seguridad que cortó el tránsito en las dos avenidas. El acto, al que asistieron el secretario presidencial Sebastián Roldán y la ministra de Gobierno, María Paula Romo, tuvo lugar sobre la vereda de adoquines (rotos, chamuscados) que la minga del día lunes repuso a medias. Entre dos cevicherías y frente a los hierros retorcidos de lo que fue la puerta del almacén de bicicletas que los grupos de choque saquearon el fin de semana, Lenín Moreno anunció la creación de un fondo de 16 millones para la concesión de “créditos fáciles” de entre 10 y 20 mil dólares a los negocios afectados por las manifestaciones.
Había llegado puntualísimo y no habló más de cinco minutos. Culpó de los hechos de violencia a “turbas de criminales contratados” que se infiltraron en la movilización indígena, “vándalos y Latin Kings a los cuales Rafael Correa concedió muchas prebendas”. Reconoció los fallos de los servicios de inteligencia que no previeron lo que se estaba preparando y dejó caer una noticia preocupante: “tengo la peligrosa alerta -dijo- de que gente de Quito y otras ciudades de la Sierra está adquiriendo armas”.
Dedicó unas pocas pero bien calibradas palabras a las negociaciones en marcha para reformular el derogado decreto 883: “Estamos trabajando para no favorecer a los narcos, a los más ricos y a los contrabandistas. Vamos a corregir eso bajo una fórmula que no afecte a los más pobres. Y si hay algo que compensar, lo haremos de manera racional”. Y en un tono de voz más decidido: “Tenemos un gobierno justo, si eso nos resta popularidad me vale un carajo”. Cerró con una nota de suspenso en torno a una revelación que se guardó para otro momento: “Ya me he enterado -dijo- de cómo funciona la cadena del diésel y la gasolina. Quiénes se benefician. Ya lo diré en su debido momento. Ya se sabrá”.
Un vecino pasó al frente y pidió la palabra: “necesitamos de urgencia una UPC”, dijo con voz de ruego. El presidente buscó entre su grupo de acompañantes: “¡María Paula!”, llamó. “En los próximos días se empezará la construcción”, anunció la ministra entre los aplausos del barrio, y aprovechó para refrescar unas cifras: 26 UPC fueron incendiadas durante los disturbios y 104 vehículos y motos policiales fueron destruidas.
No se quiso ir el presidente sin dar una vuelta por la zona. Conversó con el dueño de una lubricadora de vehículos situada frente a la Contraloría, se detuvo a contemplar las ruinas del edificio incendiado y pidió entrar en el restaurante El Fogón Quiteño, donde los violentos entraron a saco y no respetaron nada. Pero nada: ni la cocina, ni las ollas, ni los platos.
El sitio es una desolación. Lenín Moreno se conmovió con el relato de Saskia Villalba, la propietaria, que resumió su condición en siete palabras: “me he quedado con las manos vacías”. Y después se fue, en el todoterreno presidencial. Decir que tras la visita el barrio regresó a su rutina sería poco exacto: aquí falta mucho por reconstruir antes de que la normalidad regrese.
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